Música // Falla, Mozart, Chaikovski. Paisajes interiores
Auditorio Miguel Delibes. Valladolid
Falla, Mozart, Chaikovski. Paisajes interiores
Tomás Guillén Vera relata en primera persona cómo fue el primer concierto de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León
Mientras la Orquesta Sinfónica de Castilla y León (O.S.C.y L.) desgranaba compases –no muy bien dirigida en el caso de Manuel de Falla- sobrevolaba el auditorio el amor, la infidelidad, el miedo, el diálogo y el conjunto de vivencias que permiten vivir: la alegría, la felicidad, la tristeza y los sueños. Y todo ello envuelto en el destino. Como lenguaje, el lirismo, convertido en corriente que amansa los brotes volcánicos de las llamadas de los impulsos contrarios a la vida.
En ‘El amor brujo’ de Manuel de Falla, la latencia del miedo y la sombra del destino, en lucha con el amor, se ven superados por éste, anunciado por las campanas del amanecer. Un amor a la española, pero un amor universal al que le faltó en la interpretación esa chispa española que posee la partitura. Parece que se dice con el filósofo, ama y haz lo que quieras. Dos miradas, dos corazones, dos cuerpos, dos… personas que se sienten una hasta fundirse a través de la unidad que proporcionan los sentimientos compartidos. El amor comienza dialogando, mostrando con sinceridad lo que se siente, y culmina en canto polifónico. Melodías y cantos diferentes productores de belleza y felicidad, fuentes de la vida.
Sobre nuestras cabezas sobrevoló el origen de la vida y hasta la propia vida. Las corrientes complementarias no siempre se encuentran fundidas en el remanso. Vemos las manos unidas y las miradas cómplices, pero no siempre percibimos los obstáculos que han vencido hasta hallarse recostadas en un otero, bajo y junto a la sombra de la esperanza. Ahí, acomodados los cuerpos y fundidas las almas, es donde surge el diálogo. Ya no hay ni más ni menos, ni lucha ni desafío, ni miedo a la supervivencia ni a la muerte: se comparten las manos, los pasos, las miradas… Existe el presente y, sobre todo, el futuro, porque la aceptación del otro tal y como es crea el futuro, vence el destino que nos sume en la nada a través del miedo, a la esclavitud a través de la sumisión y la negación de uno mismo. El diálogo produce la más bella armonía, una realidad en la que importa lo singular y hasta la singularidad de lo singular, pero donde lo que es y existe se manifiesta como armonía, como producto de la conjunción del todo, de tu realidad y de la mía en una vida, en la vida.
Así, los pianos dialogan mientras que el ingenuo puede pensar que sus voces se oponen, porque cantan y hablan siguiendo cada uno la estela del otro. Sus voces no se alzan sino que se ofrecen al otro como su complementario. No hay estridencia, ni amenaza, ni miedo, ni intento de someter al otro. Su Do confluye con mi Mi y mi Fa confluye con su La. Confluencia de lo múltiple que crea un uno complejo, porque lo uno jamás es simple, porque la vida nunca es simple. Y las manos de las hermanas Labèque desgranando de manera sublime esa unidad de lo singular en el todo, la armonía profunda de lo que es y que nos regaló Mozart en su concierto para dos pianos y orquesta. Continuidad, elevación, lirismo, claridad, contención en una música cristalina, compleja y profunda. En el diálogo, lo mismo que en amor, no caben indecisiones, y en el concierto las hubo interpretando una partitura cristalina como la de Mozart. Es el riesgo en el que pone a los músicos el maestro de Salzburgo. Hay tanta limpieza en sus pentagramas que cualquier mota de polvo la percibe el oído.
Y de pronto suena la fanfarria avisadora de lo posible y quizá necesario, que puede sumirnos en sueños no deseados, tal vez de pasados, en sueños a olvidar y superar. Fanfarrias, como sombras beethovenianas, como toda la sinfonía, que preludian la tristeza y el abatimiento de un Chaikovski frustrado y disconforme con su propia realidad. En ese instante, lo oculto, los sentimientos auténticos se retraen de momento. Como si fuera un fatum tener que vivir revestido de un traje que no nos corresponde, como Chaikovski y su homosexualidad, oculta por miedo a la sociedad de su tiempo. Suena la fanfarria y hasta el pizzicato que preludian la lucha interior, el anuncio de lo indeseado pero que puede llegar a ser. Solamente cuando se descubre la existencia de la alegría se pierde el miedo al destino, víctima de las pesadillas propias. Así como las fanfarrias iniciales preludian sombras y dudas, sus sonidos finales delatan la esperanza y la presencia de la felicidad. Un marco, ese comienzo y final de la sinfonía número 4 de Chaikovski que contiene una riqueza lírica, íntima, reflexiva y poética, contenida en toda la sinfonía, donde Chaikovskimuestra cómo lucha por liberarse del fatum inevitable de lo indeseado pero posible. Pero en la interpretación de ayer quizá pesó en demasía el fatum, porque es una partitura de mayor lirismo, más ligera, con más detalles poéticos que los que se escucharon.
Pudimos percibir cómo mana y vive la vida, una pluralidad en diálogo que se impone a través de la fuerza del reconocimiento de la complementariedad de lo distinto y común, cuando estos extremos, lo distinto y común, se buscan y se respetan.